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sábado, 9 de agosto de 2014

La miseria rodea a ña Inés

En las últimas semanas se hizo pública la lista de millonarios salarios y sobresueldos de funcionarios públicos y empleados de las binacionales. Un contraste con los que no tienen absolutamente nada, como es el caso que va a continuación. Ella es ña Inés.

        Inés Martínez, de la comunidad Ava Guaraní de Nueva Esperanza. / Gentileza, Clara Páez
- Quiero mostrarles cómo vive una señora. Ella es ciega y vive sola-, nos dice en idioma guaraní Artemio Villalba, considerado el “comisario” en la pequeña comunidad indígena Ava Guaraní de la Colonia Nueva Esperanza, distante a unos nueve kilómetros del centro de la ciudad de Curuguaty, en el departamento de Canindeyú.

Llegar hasta este punto no es fácil. Se deben atravesar kilómetros de caminos vecinales, caracterizados por sus desniveles, improvisados puentes de madera, tramos casi intransitables para automóviles, para así llegar a una diminuta comunidad de unos 300 habitantes, dedicada al cultivo a escala menor y recolección de frutos. Uno que otro afortunado se desempeña como peón en alguna estancia.

Chozas precarias aparecen a ambos lados del camino, cuyas paredes están formadas con madera y el famoso -pero útil- techo de “kapi’i”. Detrás de las viviendas se observan algunos cultivos de avatí,mandi’o, jety ha kumanda.


Moreno y de baja estatura, el comisario da rápidos pasos con dirección al límite de la colonia indígena. El hombre fue designado como nuestro guía por los líderes indígenas de esta comunidad. El fuerte viendo en el lugar, a causa quizás de la falta de bosques en el horizonte, hace que sus pocas palabras sean a veces inentendibles. El aire fresco en la comunidad no era frecuente; en ocasiones, el olor a insecticidas invade la pacífica comunidad, proveniente de los cultivos mecanizados de soja y maíz que rodean la colonia.

- Ya vamos a llegar -, anunció brevemente, para desviar luego hacia un caminito en el que las personas deben ir uno tras otro, en fila india.

En medio de los matorrales, una pequeña choza de madera se erige, sin ventanas y mucho menos conexión eléctrica. Ladridos detrás de la vivienda irrumpen la silenciosa y calurosa siesta del domingo 3 de agosto. Alertas por la llegada de desconocidos, cuatro perros delgados aparecen furiosos ante la visita. - ¡Bueno! -, exclamó el comisario. Esa simple palabra los calmó.

- ¡Hola! ¿Estás, abuela? Unos visitantes quieren conocerte -, fue el saludo del comisario sin uniforme, estando a metros de la puerta de la choza. –Sí. Ya voy-, contestó en voz baja, alargando las sílabas y siempre en idioma guaraní.

Delgada, de un metro y medio de estatura aproximadamente, vestida con viejos harapos de color marrón y con los ojos cerrados, la mujer se dirige hacia nuestras voces para saludarnos. Sin perder un segundo, fue hasta un bidón de plástico que improvisaría de asiento y buscó tras la casa de una pequeña banca de madera para los visitantes. Los cuatro canes que con hostilidad nos habían recibido, ahora movían la cola de lado a lado a nuestro alrededor, expresando así su alegría por nuestra presencia.


- Mi nombre es Inés Martínez. Hace años que vivo sola acá -, cuenta la mujer, que dice tener 50 años. Se disculpó primeramente por no tener nada que ofrecernos. La pobreza en que vive era una compañera ingrata. Sin embargo, no ocultó su emoción por la visita, que aseguró, no son frecuentes en su casa, mucho menos por parte de funcionarios del Instituto Nacional del Indígena (Indi).

Tiene un hijo llamado Francisco Martínez, quien tiempo atrás viajó para el departamento de Alto Paraná en busca de trabajo, y en donde estableció finalmente su propia familia.

- Estoy muy sola y no tengo a nadie para pedirle ayuda. Cuando necesito leña, yo misma voy -, confiesa, fregándose constantemente los ojos con la mano. Mantenía la mirada al suelo, cubierta con su viejo quepis, quizás para que no sea notorio su problema visual.

Desde hace años padece una enfermedad que le deja ver apenas con un ojo. Esto le ha quitado destreza, sumado a su edad. Visitó varios hospitales, incluso de la capital, pero no le supieron responder sobre el mal que padecía y mucho menos darle una cura.

A nuestro alrededor, entre la maleza se observan algunas plantas de mandioca, maíz y bananos. Al fondo de su lote, una naciente era la fuente de agua para ña Inés.

- La vida está difícil conmigo. Si necesito remedio, debo ir a Curuguaty o a Fortuna, pero ya están lejos de mí. No puedo caminar como antes -, lamenta ña Inés en voz bajita. El comisario la observaba desde atrás, rodeado por los perros. Su mirada de impotencia lo decía todo.

Dentro de su vivienda, una tarima de madera hace de cama, cubierta con viejas frazadas y un estropeado colchón. Algunos utensilios estaban sobre la mesita, a un costado de la cama, donde se ven potes con sal y yerba. Una silla hacía de ropero. Del techo colgaban tres mazorcas de maíz, cuyas semillas serán plantadas en su momento. Machete, azada y un balde llenan el poco espacio de su choza, cubierta por la blanca polvareda.


Algunos pollitos y dos patos recién nacidos corren por la vivienda. Ña Inés decidió tenerlos, como bien dijo, cuando sentía que su mundo ya estaba muy mal. –Me regalaron, pero no tienen comida-, precisó.

Los alimentos no eran problema solo de sus animales, sino también de ella misma. No había almorzado nada ese día –como tantos otros- y para la noche buscaría de algún vecino solidario algunos trozos de mandioca. –Acá no tengo fideo, arroz, mandioca, nada. Para qué voy a mentirles-, expresó, pasándose nuevamente la mano por la cara.

Pidió que las autoridades del Indi se tomen el tiempo para conocer la realidad en la que vive ella y su comunidad. –Los del INDI, cuando vienen, no recorren. Vienen apurados y no miran las cosas que se necesitan–, aseveró.

Le preguntamos si intentó obtener algún tipo de subsidio por parte del Estado y dijo que no recibe ayuda de nadie. Es más, indicó que, como no puede casi salir de su vivienda, no tiene la posibilidad de gestionar trámite alguno en caso de que exista alguna ayuda estatal.


- Solo ellos son mis hijos, mi compañía. Ellos son los dueños de la casa-, dice ña Inés, señalando a sus perros. Morena es la más brava. De noche se mantiene atenta a cualquier ruido, pero Maleo es el que encabeza la tropa canina, acompañado de su hermano Mariscal. Negro es el cuarto perro de la mujer, último en reaccionar ante el ladrido de sus compañeros, todos ellos perros mestizos. -Acá nadie entra así porque sí nomás -, asegura, soltando una sonrisa, una de las pocas que nos regaló en aquella entrevista.

Caía la tarde y el camino de retorno a la capital era largo. Nos despedimos, agradeciendo la hospitalidad de aquella humilde mujer, cuya historia es similar a las de miles de compatriotas que están nadando en un mar de necesidades, mientras unos pocos se reparten millonarios sobresueldos con fondos públicos.

-Buen viaje y vuelvan pronto - fue la última frase de ña Inés, quien ingresó nuevamente a su precaria vivienda, pensando, muy probablemente, cómo hacer frente al día siguiente.

Abc

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